La ciudad de los espíritus, de Mark Mazower

         Historias, historias, historias... La ilegibilidad de este libro es su mensaje. Su contenido se basa en la imposibilidad de poner orden en la trenza mental y vital tejida por cristianos, judíos y musulmanes en Salónica durante cinco siglos. Como en tantos otros lugares, el nazismo supuso la aniquilación de este sueño cultural destilado en ciudad. El fascismo contemporáneo -la troika- amenaza de nuevo esta ciudad mágica. De todas formas, pasear por sus calles, y hacerlo de nuevo a través de las páginas de este maravilloso libro, consuela frente al pangermanismo contemporáneo. Alemania no puede abrir la boca en Europa. Y sin embargo, gobiernan el destino de los pueblos del sur. De nuevo.


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           Acceder al martirio en Salónica no era fácil. Conseguir que un juez o gobernador otomano condenara a muerte a un cristiano, por muy agresiva u ofensiva que fuera su actitud, no era fácil. Antes de eso solían recibir latigazos o ser condenados a trabajos forzados, ante el encogimiento de hombros del juzgador. Aparte de cómico, recuerda las actitudes paganas frente al cristianismo primitivo. Diversidad frente a fanatismo. Sería terrible cuando posteriormente el poder diera la vuelta. El fanatismo cristiano no sabe mantener este tipo de relación. La homogeneidad occidental tiende al barrido de alternativas.
         Hay dos hechos significativos sobre esta ciudad: ha estado habitada y ha tenido estatus de ciudad desde su fundación en el siglo IV a. de C. y jamás se celebró en ella un auto de fe o juicio represivo contra ninguna forma de brujería. Estos dos hechos la convierten en un punto de extremada rareza en Europa y, de algún modo, encarna la Europa abierta con la que soñaron generaciones de hombres libres.
           A finales del XIX en Salónica se hablaba habitualmente seis lenguas. El castellano sefardí era una de ellas. La lengua que hablaban, el sefardí, se llama "ladino", que curiosamente es como en Guatemala llaman a los mestizos que sólo hablan español, para diferenciarlos de los indígenas.
        La percepción anglosajona y centroeuropea de las ciudades mediterráneas, y en general de todo aquello que consideran exótico, durante el siglo XIX, le debe mucho al escaparatismo. El desplazamiento mental sitúa a los lugareños como muñecos de un gran "belén". Sus destinos, sufrimientos y logros no son más que pequeños sucesos de una trama pintoresca. El cariño paternalista del viajero decimonónico es perfectamente compatible con las más brutal crueldad cuando, apenas meses o semanas después de esa postal sentimental, el viajero tiene la oportunidad de decidir sobre el destino de sus excéntricos duendes de plástico. Los alemanes llevan más de veinte años veraneando en Grecia. Sus museos están llenos de joyas de la antigüedad ateniense y macedonia. Han creado gran parte de la literatura especializada sobre la plenitud griega y sus logros. Pero una vez dejados atrás los frisos y las playas, no hay nada en Alemania que les impida pedir las islas griegas como pago justo por la deuda. Este rasgo es esquizofrénico, y está en el núcleo del turismo como mecanismo cultural. El turismo no engendra conocimiento ni respeto. El sentimentalismo del turista es compatible con la frialdad despiadada una vez las vacaciones han terminado. La globalización subraya cada día con más fuerza esa contradicción. Lo sorprendente es que los ataques a turistas no sean norma.
           En 1898 se pusieron los primeros carteles para nombrar calles en Salónica. Se referían a las tiendas de esas calles y a dónde conducían. En el imaginario otomano no entraba la idea de nombrar una calle con el nombre de alguien ilustre. Esta costumbre europea forma parte de la tradición "comunal": los nombres de las calles reflejan los ideales de esa época. En la España contemporánea esto ha tenido una fuerte carga simbólica. Nuestros fascistas han pasado sin problemas de nombrar a las calles y las plazas con nombres de generales genocidas a hacerlo con los nombres de patrocinadores de telefonía.
          ¿Cuál era el sueño de una ciudad moderna en torno a 1900? Seguridad, alcantarillado, agua corriente en cada casa, calles amplias que comunicaran fácilmente la ciudad, transporte público, iluminación pública, limpieza... Desde el interior del Imperio Otomano el sueño progresista de 1900 era conseguir que hubiera un común que se consideraba europeizante. La defensa de esferas de común caracterizan la civilización. La caída del Imperio Romano se establece frecuentemente en el proceso por el cual las antiguas vías públicas se ven interrumpidas por la intersección de edificaciones privadas. Cuando la avenida de una gran urbe romana queda cegada por la construcción de talleres transversales se inicia la Edad Media urbanística. Salónica, durante cuatrocientos años, respondió al ideal absoluto de la ausencia de estado. Su trazado actual es resultado del compromiso entre la europeización del siglo XX y la tradición privatizadora. Cuantos más callejones sin salida hay en una ciudad, menos civilizada es.
           La comunidad judía de Salónica fue una de las más importantes de toda Europa. La miseria de la mayoría de sus miembros fue escandalosa durante todo ese tiempo. Si algo ha caracterizado a los judíos como comunidad no ha sido precisamente el igualitarismo. El liberalismo emprendedor radical no se acompañaba ni siquiera del ejercicio de la caridad. El capitalismo salvaje les funcionó muy bien como grupo de poder, si bien como colectividad resultó un desastre. El desprecio a la igualdad económica está presente en la tradición urbana sefardí. Por eso resulta aún más triste entender que el antisemitismo de muchas poblaciones europeas se escudaba en el odio al banquero, pero se ejercía precisamente contra sus primeras víctimas. El préstamo usurero a tipos del 20 y 25 por ciento anual se ejercía, en primer lugar, con los miembros de la propia comunidad. El impago, y no la usura, era acompañado de la reprobación colectiva. La intervención rabínica en este sentido fue crucial y casi constantemente favorable al capital, al prestamista, no al desahuciado. Una de las consecuencias curiosas de este proceso fue que el puerto de Salónica era famoso no por sus putas, sino por sus chaperos, y prácticamente la totalidad de esos muchachos que bordeaban la barrera de piedra que abre la ciudad al Egeo, procedían del cercano barrio judío.









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